viernes, 14 de diciembre de 2012

Palabras Sordas en Mi Cabeza

Temía tanto este momento. La mente te juega malas pasadas cuando menos te lo esperas. De pronto, tus pensamientos divagan de recuerdo en recuerdo, y pasas a imaginar distintas escenas de tu futuro. Había un momento que tantas veces se me repetía, un momento en el que te llega una situación que rápidamente te esfuerzas por borrar de tu memoria porque no te atreves ni a pensarlo si quiera. Tienes miedo de que el simple hecho de pensar en ello pueda traerlo a la vida real. Cierras los ojos y te concentras en momentos alegres y recuerdos alentadores. Piensas, ‘si algún día llega ese momento ya pensaré en ello, mientras tanto no merece la pena martillarse con esas ideas amargas’. Bueno, pues ha llegado ese momento. Me sigue pareciendo una absurda pesadilla. No quiero creer. No puedo creer. No a mí. No a nosotros. 
No.

 


Cuando vas a tientas sin saber cómo seguir,
que tu corazón presienta lo que tiene que venir.

Porque estoy al otro lado 
más cansado pero vivo 
escucha lo que digo lo mejor ha de venir aun 
yo te haré de guía 
en esta noche fría donde mi energía elevaría 
tu tranvía de problemas y lo enviaría a arder, 
quemarse en el infierno soy un ángel 
no lo permitiría.

martes, 11 de diciembre de 2012

Trabajo Final

Aquí os dejo entonces mi trabajo final para Escritura Creativa, que constituye el primer capítulo completo. Si saco tiempo libre, me gustaría seguir escribiendo el resto de la historia, puesto que tengo bastantes ideas... ¡Así que estaros atentos por si me da por subir una continuación! Espero que os guste este primer capítulo y a ser posible me lo dejéis saber con vuestros comentario y opiniones. ¡Disfrutadlo!


Una vez más, el viejo Will se me adelantó. A veces llegué a creer que a pesar de su desgastado aspecto, en su interior escondía a un crío incluso más joven que yo. Estoy seguro de que esa era la razón de que fuera el único adulto al que le hacían gracia mis bromas más absurdas.

-¡Ja! ¡Te he vuelto a ganar, pequeño renacuajo! –exclamó victorioso cuando su hoja cayó cascada abajo empujada por la corriente. Yo observé como la mía la seguía segundos más tarde.

-Eres un tramposo, Will –le reproché indignado.

-¡Te equivocas, chico! Lo que soy es un viejo sabio –se mofó riendo a carcajadas.

De pronto, las alegres carcajadas se fueron convirtiendo en una terrible tos que no le dejaba respirar. No era la primera vez que le pasaba, por lo que corrí a la vivienda más cercana para pedir un vaso de agua. La señora Morgan me lo sirvió con urgencia al ver mi cara de susto, y tapando el vaso con una mano para no derramar ni una gota, corrí de vuelta a la noria de agua.

-Ten, Will. Bebe.

Éste cogió el vaso con manos temblorosas sin dejar de dar bocanadas de aire y produciendo ese desagradable sonido a través de la garganta. Bebió un largo sorbo intentando no atorarse y luego me devolvió el vaso vacío junto a una sonrisa de agradecimiento.

-Una vez más me has salvado la vida –comentó con voz ronca – No sé qué será de mí el día que te hagas mayor y decidas dejarme atrás.

-Vaya tonterías dices, Will –puse los ojos en blanco- Tú eres mi único amigo, ¿qué iba a hacer yo en otro lado mejor que pasar los días jugando y aprendiendo contigo?

Will soltó una risotada, pero esta vez la acompañó con una afectuosa sonrisa.

-Suenas como un viejo aburrido. Quién pudiera pillar tu edad. Si yo fuera tú, no estaría perdiendo el tiempo aguantando a viejos amargados como yo. ¡Vete y busca nuevas aventuras y experiencias, enano!

Yo hice un gesto con la mano para restar importancia al asunto y contesté:

-Bah, todo eso puede esperar. Aquí tengo todo lo que necesito –sonreí.

Justo en ese instante, el rostro de Will pasó radicalmente de agradable a entristecido.

-Niño, escúchame un momento –su tono hizo que algo en mi interior tiritase; nunca antes le había escuchado hablar con tal seriedad. Me senté junto a él para mostrar mi atención y él continuó hablando–: Me gustaría pedirte algo.

Esperé a que prosiguiera, pero al ver que esperaba una respuesta, asentí dándole pie a seguir hablando. Se humedeció los delgados labios y dijo:

-Prométeme que nunca dejarás que el diablo te arrebate el alma.

No sé si Will pudo leer el desconcierto en mi rostro. No sabía si reír o empezar a pensar que finalmente había perdido la chaveta. No quería herir sus sentimientos, por lo que me mantuve en silencio esperando a que dijera algo más. Tras un silencio bastante incómodo, Will insistió:

-Prométemelo –la urgencia de su voz hizo que me asustara y no tuve más remedió que aceptar su ruego.

-Lo prometo.

Acto seguido, su semblante pasó de tenso a relajado, y volvió a sonreír. Yo no entendía nada de lo que acababa de pasar. Sin embargo, no volvió a mencionar aquella promesa nunca más, ni tampoco vi aquellas duras facciones adornar su rostro en lo que le restó de vida.
Hoy, con una amapola moribunda en mis manos y con la vista fija en la fría lápida, creo que empiezo a entender su significado.

***************

El cielo se había vestido de negro aquella mañana. Una vez más, estábamos tú y yo solos. No me preguntes por qué, pero muy en mi interior había guardado la enorme esperanza de que esta vez iba a ser diferente. Esperaba que, aunque fuera demasiado tarde, los vecinos del pueblo se entristecieran al enterarse de la noticia y al fin se dieran cuenta de la gran pérdida que suponía tu muerte. Creía que se arrepentirían de no haber querido conocerte mejor y de no haber pasado más tiempo contigo. Entonces, se habrían reunido todos en este día para despedirte y pedirte perdón por no haberte apreciado lo suficiente en vida.

Sin embargo, allí estaba yo. Solo. Acompañado nada más que por los encargados de tu entierro, un entierro rápido y frío. Sentí que la pena me oprimía el pecho de forma asfixiante. No conseguía creer que esto fuera todo, que ya no fuera a hablar contigo nunca más.
Una vez los encargados terminaron y se alejaron, coloqué la amapola sobre la tierra con sumo cuidado. Acaricié la piedra grabada con la yema de los dedos y deseé haber podido pedir que inscribieran algún mensaje afectuoso para Will. Algo como “Aquí yace Will, el hombre más sabio y alegre que habitó este planeta”.

A pesar de que era eso lo que pensaba sobre él, me parecía muy poca cosa para describir lo magnífico que siempre me pareció. Eché una ojeada a las lápidas que se encontraban a mi alrededor para hacerme una idea de los epitafios que la gente solía usar. Encontré cosas bastante normales, como lo que se me había ocurrido a mí, pero también un par bastante más elaborados. Uno de ellos consiguió hacerme sonreír fugazmente al leer “Me estás pisando la cabeza”. Sin embargo, hubo uno que me llamó especialmente la atención. Decía “No son muertos los que yacen en la tumba fría, muertos son los que tienen el alma muerta y viven todavía”. Había algo en esa frase que me resultaba muy familiar. Entonces, me fijé en el nombre que rezaba sobre la frase: Andrew M. Grint. Yo había visto ese nombre antes en algún sitio. Me puse en pie sin apartar la mirada de aquella piedra. Grint, Andrew… almas muertas… ¿Dónde había leído eso? Cerré los ojos y de pronto una imagen resurgió de mi memoria: El Libro.

La curiosidad se apoderó súbitamente de mí. Tal vez solo fuera que mi mente buscaba una salida; algo a lo que agarrarse y así poder olvidar por un momento que mi mejor amigo estaba bajo ese montón de tierra. Eché una última mirada a la triste lápida y me encaminé con inquietud hacia mi casa.

Llegué a mi puerta casi sin darme cuenta. Caminé hacia mi cuarto guiado por mi instinto, sin reparar en la presencia de mi madre al fondo de la cocina.

-¿Lucie? –me llegó entonces su voz ahogada.

Me paré en seco, con la mano puesta sobre el manillar de la puerta de mi dormitorio. No me digné si quiera a mirarla. Aquella esperanza que transmitía su voz cada vez que preguntaba por Lucie me hacía sentirme culpable. Siempre me tocaba a mi sacarla de su mundo de ensueño y recordarle que Lucie murió hace muchos años.

-Soy Nico, mamá –contesté. Casi podía notar cómo se deshinchaba su globo de esperanza amarga.

No obtuve respuesta, como de costumbre. Pero podía adivinar que había lanzado un largo suspiro, abatida; y que sus ojos habían perdido ese ápice de ilusión que habían alcanzado cuando oyó que alguien entraba en casa.

Una vez en mi cuarto, me dejé caer sobre la cama. La culpa que sentía se agravaba debido a la muerte de Will. Empecé a pensar que todo lo que había ocurrido había sido por mi ignorancia e insensatez. Tal vez si hubiera sido un poco más listo, o si hubiera sido más maduro… Will siempre pensó que no era lo suficientemente maduro, que debía ser más independiente y vivir más aventuras. Sin embargo, no quise escucharle y estuve estorbándole todos los días, obligándole a jugar conmigo, a leerme libros, a contarme historias de su infancia… Quizás le agoté de tal forma que acabé matándole.

El miedo me estaba acorralando. ¿Y si mi madre también moría por mi culpa? ¿Y si se cansara de verme a mí en vez de a Lucie? ¿Pero hay algo que yo pueda hacer para evitarlo? Si tan solo pudiera traer a Lucie de vuelta… Mamá dejaría de sufrir de esa forma tan fatídica. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que mientras daba vueltas a todos estos pensamientos, mi mirada estaba fija en una sola cosa. Me levanté y me dirigí hacia la estantería sin perder de vista el lomo de ese libro tan peculiar. Sentí una enérgica fuente de adrenalina que me empujaba a sacar el libro y abrirlo velozmente en busca de esa página que guardaba tan claramente en mi memoria. Localicé una fotografía que recordé haber visto antes. La imagen era una pintura en la que una bestia con rasgos humanos y ojos delirantes devoraba lo que parecía ser otra persona, pero de tamaño mucho menor, ya que el primero lo agarraba entre sus manos cual muñeco. Un escalofrío recorrió toda mi columna vertebral haciendo que el vello de mis brazos se erizara. Recordaba perfectamente el terror que sentí la primera vez que vi aquella espeluznante imagen. Esa noche no conseguí pegar ojo y tuve que pedir a Will que me dejara dormir con él.

El pie de la fotografía decía: “Saturno devorando a un hijo”. Sin embargo, alguien lo había tachado con bolígrafo y había añadido la palabra “Satán” a su lado. Fruncí el ceño, confundido. Juraría que eso no estaba ahí la última vez que ojeé este libro, aunque de eso hacía ya varios años, por lo que alguien podría haberlo estado mirando y no haberme dado cuenta de ello. Pero, ¿quién? Las únicas personas que podían entrar en mi cuarto eran mi madre y mi padre. Y no veía razón alguna por la que ellos quisieran coger ese libro en particular y escribir la palabra “Satán” en él. Decidí girar la hoja en busca de la frase y el nombre que realmente estaba buscando y al fin los encontré. Tan solo un par de páginas detrás de aquella fotografía se encontraba aquel nombre “Andrew M. Grint” y la frase que adornaba su lápida (“No son muertos los que yacen en la tumba fría, muertos son los que tienen el alma muerta y viven todavía”). Por lo que pude leer, el pasaje donde aparecía aquella frase parecía una especie de artículo que hablaba sobre ese tal Andrew y su particular obsesión con el mundo espiritual y las almas humanas. Según aquel libro, empezó a delirar creyendo ver el alma de las personas, vivas y muertas. Tragué saliva y me pregunté por qué demonios guardaba yo aquel libro en mi cuarto. Iba a cerrarlo con la idea de olvidarme de toda aquella paranoia cuando reparé en una frase escrita a mano al principio de la hoja continua. La letra era la misma de antes, y esta vez decía: “Pienso que si el diablo no existe y en consecuencia el hombre lo creó, lo hizo a su imagen y semejanza” Fiódor Dostoyevski.

¿Qué relación tenían todos esos nombres y aquellas frases? ¿Quién demonios había cogido mi libro para escribir todo aquello en esas páginas? ¿Y por qué esas páginas en particular? En ese momento pensé que lo más racional sería dejar el libro en su sitio y olvidarme de toda esa locura. Seguramente esas anotaciones llevaban siglos allí escritas pero nunca me había fijado en ellas. O puede que tal vez simplemente no lo recordara, después de tantos años sin tocar el libro. Pero algo en mí me estaba pidiendo a gritos que siguiera investigando, que había algo importante detrás de todas esas anotaciones y que me incumbía más de lo que quería pensar. Me encantaría deciros que dejé el libro en su sitio, o  mejor, que lo quemé y todo quedó en una simple anécdota. Pero eso habría sido demasiado maduro, y aburrido, ¿no creéis?