Me dirijo a la salida sin mirar atrás, pero me paro ante la puerta. Cómo es típico de Inglaterra, el sol que había brillado toda la mañana se había esfumado en unos minutos para dejar paso a unas amargas nubes negras que derramaban densas gotas de lluvia. Me coloco la capucha de mi sudadera sobre la cabeza y salgo dejando que las frías gotas de agua mojen mi cara. Voy caminando por las típicas calles de Londres. Me encanta pasearme por ellas sin más porque cada día me encuentro con algo nuevo que había pasado por alto la última vez que pasé o que no estaba antes allí. A simple vista parece una ciudad corriente, con altos y modernos edificios, oficinas de negocios, gente agolpándose en los pasos de cebra, impacientes por llegar a un lugar en concreto. No se paran a mirar a su alrededor. Van hablando por el teléfono móvil o fumando o hablando con un amigo, miran a su alrededor, pero no ven. Se conforman con lo superficial y no se dan cuenta de todo lo que hay detrás de una sola pared, una puerta o una simple verja. Por esta razón me encanta cambiar de ciudad de tiempo en tiempo. Mi padre me hace ir a diferentes ciudades y países en busca de la plaga y eso me encanta, porque lo que una persona ve la primera vez que llega a un sitio desconocido es 10 veces más de lo que puede ver una persona que vive en ese lugar desde que nació o incluso si solo lleva viviendo allí dos o tres años. Sus mentes se acostumbran a aceptar que ya lo conocen todo y pierden toda la curiosidad del turista, ese que hace fotos incluso a una papelera simplemente por el hecho de ser diferente. Solo eso ya la hace especial. Londres tiene muchos de esos pequeños detalles y por eso es una de mis ciudades favoritas y donde he decidido asentar mi nuevo hogar. Londres puede llegar a ser la ciudad más aburrida del mundo, pero solo para aquellos que no miran. Solo los que no se paran a buscar los diminutos detalles pueden decir que Londres no es especial.